domingo, 31 de diciembre de 2023

La arenga de Jenofonte

Al final del libro II, Jenofonte cuenta que los generales originales del ejército mercenario griego fueron capturados por los bárbaros mediante un engaño  y luego decapitados (ver Los generales de los mercenarios griegos). En consecuencia, en el libro III, los soldados se encuentran en una situación desesperada y una depresión anímica se abate sobre el campamento por la noche. En medio de esta desesperación, aparece Jenofonte como el héroe que salva la situación y logra ordenar las ideas y emociones de sus camaradas en armas. En el primer capítulo del libro III, nos cuenta que reúne a los capitanes supervivientes y los convence de elegir nuevos generales para el ejército. Él, obviamente, es uno de los elegidos. Luego, en el segundo capítulo, reúnen a todo los soldados en una asamblea plenaria para que Jenofonte comunique el rumbo a seguir. 

El discurso que pronuncia el autor es doblemente significativo. Por un lado, marca un punto de inflexión en los acontecimientos, dado que da comienzo al retorno de los griegos a su patria. Por otro lado, es un ejemplo de una brillante habilidad oratoria, porque logra presentar una situación absolutamente adversa como favorable. Los griegos no tienen aliados, no poseen un mercado donde abastecerse, carecen de guías y de caballos. Sin embargo, Jenofonte infunde confianza en los soldados mostrando las adversidades como beneficios. 

A continuación, podrán leer el pasaje, cuya traducción me pertenece.


Jenofonte, Anabasis, III. 2. 7-39:

A continuación, Jenofonte se paró, preparado para la guerra lo más bellamente que pudo, creyendo que, si los dioses concedían la victoria, el más bello adorno encaja con la victoria, o si sería necesario morir, era correcto, habiéndose juzgado él mismo digno de los más bellos atuendos, encontrar la muerte con ellos. Y así comenzó su discurso: 

"Del perjurio y de la deslealtad de los bárbaros habla Cleanor, pero ustedes también lo saben, creo. Entonces, si queremos retomar la amistad con ellos, por fuerza estaremos muy desanimados viendo qué cosas sufrieron los generales, quienes se pusieron en sus manos confiando en ellos. Pero si tenemos la intención de hacer justicia con las armas por lo que han hecho y, de ahora en más, estar en guerra permanente contra ellos, tendremos muchas y buenas esperanzas de salvación."

Cuando él decía esto, alguien estornudó. Al oírlo, todos los soldados a la vez se arrodillaron ante el dios, y Jenofonte dijo: 

"Me parece, señores, que, como apareció el presagio de Zeus Salvador cuando hablábamos sobre nuestra salvación, debemos jurar que haremos sacrificios a este dios en agradecimiento en la primera tierra amistosa que alcancemos y también debemos jurar que sacrificaremos a los otros dioses en la medida de lo posible. A quien le parezca bien, levante la mano". 

Y todos la levantaron. A continuación, hicieron el voto y entonaron el peán. Cuando resolvieron los asuntos divinos, siguió así:

"Estaba diciendo que teníamos muchas y buenas esperanzas de salvación. Primero porque nosotros mantenemos en pie los juramentos a los dioses, mientras que los enemigos han perjurado y han roto la tregua contrariando los juramentos. Siendo así, es natural que los dioses sean contrarios a los enemigos, pero aliados con nosotros, quienes son capaces de hacer a los grandes rápidamente pequeños y a los pequeños, si están en peligro, de salvar fácilmente cuando quieren. Luego, les recordaré también también los peligros de nuestros antepasados, para que sepan que nos conviene ser valientes y que, con los dioses, se salvan de todo peligro los valientes. Pues habiendo marchado los persas y sus aliados con un ejército entero para destruir Atenas, los propios atenienses los vencieron habiéndose animado a enfrentarlos. Y como habían jurado a Artemis que sacrificarían tantas cabras a la diosa como enemigos matasen, cuando no podían encontrar las suficientes, les pareció sacrificar quinientas cada año, y aún hoy lo hacen. Luego, habiendo reunido más tarde Jerjes un ejército incontable, marchó contra Grecia y entonces vencieron nuestros antepasados a sus antepasados por tierra y por mar. Como prueba de esto, es posible ver los monumentos, y el mejor testimonio es la libertad de las ciudades en las que ustedes nacieron y se criaron, pues no se arrodillan ante ningún hombre, sino ante los dioses. De tales antepasados descienden. No digo que ustedes los avergüenzan; al contrario, hace no muchos días, formados en contra de los descendientes de aquellos, vencieron a muchos más que ustedes mismos con ayuda de los dioses. También entonces, luchando por el reinado de Ciro, fueron hombres valientes. Ahora, cuando el combate es por la propia salvación, les conviene ser mucho más valientes y más arrojados. Pero también conviene tener más confianza ante los enemigos. Antes, como no los conocíamos, veíamos inmenso su número, igualmente se atrevieron a ir contra ellos con el arrojo paterno. Ahora, cuando ya tenemos conocimiento de que no quieren enfrentarlos aún siendo muchos más, ¿por qué debemos seguir temiéndoles? Tampoco vayan a creer que son menos porque los de Ciro que antes estaban con nosotros ahora hayan desertado, pues estos son aún más cobardes que los que hemos derrotado: huían hacia aquellos habiéndolos abandonado. A quienes quieren liderar la huida, es mucho mejor verlos formados con los enemigos que en nuestra formación. Si a alguno lo desanima que no tengamos caballos, mientras que los enemigos muchos, piensen que mil caballos no son otra cosa que mil hombres. Nadie nunca murió en batalla mordido o pateado por un caballo. Los hombres son los hacedores de lo que sucede en las batallas. Entonces, nosotros estamos en un vehículo mucho más seguro que los caballos: ellos cuelgan sobre caballos temiéndonos no solo a nosotros, sino también al caerse, pero nosotros, parados sobre la tierra, golpeamos mucho más fuerte si alguien ataca y tendremos mucho más éxito donde queramos. En una sola cosa nos aventajan los caballos: es más fácil para ellos huir que para nosotros. Si tienen confianza en el combate, pero los aflige que Tisafernes ya no los guiará ni el Rey proveerá un mercado, vean si es mejor tener a Tisafernes como guía, quien evidentemente conspira contra nosotros, u ordenar que guíen a los que nosotros hayamos capturado, quienes sabrán que, si en algo nos fallan, fallarán en sus propias almas y cuerpos. Y respecto a las provisiones, si es mejor comprar en el mercado en el que ofrecían pequeñas porciones por mucha plata, ni aún teniéndola, o tomarlas nosotros mismos si podemos, proveyéndonos con cuantas porciones cada uno quiera. Si esto consideran que es mejor, pero consideran que los ríos son algo complicado y juzgan que se equivocaron mucho al cruzarlos, vean si acaso los bárbaros también han hecho tamaña estupidez. Pues todos los ríos, aunque fuesen infranqueables lejos de las fuentes, remontándose hacia ellas se vuelven franqueables ni llegan hasta la rodilla. Pero si ni los ríos nos dejan pasar ni aparece algún guía, ni aún así debemos desanimarnos. Pues sabemos que los misios, quienes no diríamos que son mejores que nosotros, habitan, en contra de la voluntad del Rey, muchas ciudades grandes y prósperas en el territorio. También sabemos que es igual con los písidas, y nosotros mismos vimos que los licaones, habiendo capturado fortificaciones en la llanura, cultivan sus tierras. Por mi parte, les diría que todavía no debemos hacer evidente que nos marchamos a casa, sino abastecernos como si fuésemos a instalarnos. Pues sé también que el Rey daría a los misios muchos guías y muchos rehenes como garantía de despacharlos sin trampa, y que incluso les haría un camino si se quisieran ir con cuadrigas. Sé que muy gustosamente nos haría esto a nosotros si viese que nos quedamos abasteciéndonos. Pero temo que, si aprendiésemos a estar ociosos y vivir en abundancia, nos unamos con bellas y altas mujeres de los medos y los persas, y como los lotófagos olvidásemos el camino a casa. Entonces, creo que es natural y justo que intentemos llegar a Grecia y a nuestros parientes, y mostremos a los griegos que son pobres porque quieren, siéndoles posible traer a los ciudadanos que ahora pasan dificultades en casa y verlos aquí ricos. Pero, señores, todos estos bienes claramente son de los vencedores. Es necesario decir cómo marcharíamos del modo más seguro posible y, si hay que luchar, cómo lucharíamos del mejor modo. Primero, entonces, me parece que debemos quemar los carros que tenemos para que nuestras yuntas no nos lideren, sino para que marchásemos por donde fuese útil para el ejército. Luego, también quememos las tiendas, pues estas ofrecen un problema al llevarlas, ni nada aportan para luchar ni para guardas las provisiones. Incluso deshagámonos de los bagajes superfluos de las otras tiendas, excepto aquellas que necesitemos para la guerra, la comida o la bebida, de modo que la mayoría de nosotros esté en armas y que la menor cantidad lleve bagajes. Pues sepan que, vencidos, todo es ajeno, pero si vencemos, también debemos considerar nuestros los bagajes enemigos. Me queda decir lo que me parece más importante. Vean que los enemigos no se atrevieron a declararnos la guerra antes de capturar a nuestros generales, creyendo que, estando los líderes y obedeciéndolos nosotros, seríamos capaces de ganar la guerra, pero capturando a los líderes, pereceríamos por la indisciplina y la anarquía. Entonces, deben los líderes de ahora ser mucho más cuidados que los de antes, y los dirigidos mucho más disciplinados y obedientes con los actuales líderes que antes. Si alguien desobedece, debemos votar que castigue con el líder quien de ustedes en cada ocasión estuviese presente. Así, los enemigos estarán muy confundidos, pues ese día verán a incontables Clearcos en lugar de uno solo, que a nadie permitirán ser cobarde. Pero ya es hora de terminar, pues quizás los enemigos se presentarán pronto. A quien esto le parezca bien, confírmelo lo más rápido posible para cumplirlo con hechos. Si hay alguna otra idea mejor, anímese a enseñarla, ya que todos necesitamos de una salvación común."

A continuación, dijo Quirísofo:

"Bueno, si hace falta agregar alguna otra cosa sobre esto que dijo Jenofonte, será posible hacerlo pronto. Lo que ha dicho recién, me parece que es lo mejor votarlo cuanto antes. A quien le parezca bien, levante la mano."

Todos la levantaron. Poniéndose de pie, volvió a hablar Jenofonte:

"Señores, oigan lo que me figuro. Claramente deberemos marchar por donde encontremos provisiones. Oigo que hay aldeas bellas a no más de veinte estadios de distancia. Entonces, que no nos asombre que los enemigos, como los perros cobardes que persiguen y muerden si pueden a los que pasan a su lado, también ellos mismos nos persigan al marcharnos. De todos modos, es más seguro para nosotros marchar en formación rectangular para que los bagajes y los civiles estén más seguros. Si ahora se designasen a los que deben conducir la formación y ordenar la vanguardia, y a los que estarán sobre ambos flancos y en la retaguardia, no haría falta deliberar cuando llegasen los enemigos, sino que usaríamos al instante a los formados. Si acaso alguno ve otra cosa mejor, hágase distinto. Si no, Quirísofo podría conducir, porque también es lacedemonio, de ambos flancos podrían ocuparse los dos generales más viejos, y de la retaguardia nosotros, los más jóvenes, yo y Timasión, por el momento. Posteriormente, habiendo experimentado con esta formación, deliberaremos lo que en cada ocasión parezca ser lo mejor. Si alguien ve algo mejor, dígalo."

Como nadie respondió, dijo: "Al que le parezca bien, levante la mano." Todos lo aprobaron. "Ahora", dijo, "vayámonos para hacer lo aprobado. Quien desea ver a sus parientes, recuerde ser un hombre valiente, pues no hay otro modo de que esto suceda. Quien desea vivir, intente vencer, pues es propio de los vencedores el matar y de los perdedores el morir. Si alguno desea riquezas, intente ganar, pues es propio de los ganadores salvar lo propio y tomar lo de los vencidos."

sábado, 30 de diciembre de 2023

El valor de la palabra en el mundo antiguo

Es sabido por todos que el lógos ocupaba un lugar destacado en la antigua sociedad griega. Las fuentes y los testimonios que han sobrevivido así lo demuestran, y a los receptores contemporáneos nos produce una sensación extraña. Los lectores estamos acostumbrados a la lectura de narraciones y descripciones de acciones y situaciones, pero descubrimos con sorpresa que gran parte de literatura griega está compuesta fundamentalmente por extensos diálogos o discursos. En otras palabras, la acción es mínima, mientras que la palabra ocupa el lugar destacado.

En los poemas homéricos, los héroes pasan casi más tiempo deliberando en la asamblea que luchando en el campo de batalla. En la tragedia, los personajes básicamente se la pasan dialogando o monologando sin que suceda nada significativo en escena. ¿Qué decir de los textos platónicos o de la oratoria forense? Incluso en la prosa histórica de Tucídides o Jenofonte, los discursos tienen tanta importancia como la narración de los hechos. Habría que avanzar algunos siglos hasta llegar a la novela pastoril del tipo Dafnis y Cloe para observar una progresión hacia formas literarias más similares a las nuestras.

¿Cómo podríamos explicar esta fascinación por la palabra en detrimento de la acción? Para encontrar una respuesta, conviene contextualizar culturalmente  esta pregunta. 

Luego del colapso de la civilización micénica, el pueblo griego se replegó en pequeñas ciudades independientes que quedaron en manos de los propios ciudadanos, quienes debían ponerse de acuerdo para administrar los asuntos públicos. Surge, así, la asamblea popular, una invención del genio griego que perdurará hasta nuestros días. Sabemos de su existencia ya en la "época oscura" gracias a los poemas de Homero. 

En estas nuevas ciudades griegas, los asuntos se administran y los problema se solucionan por la palabra, no por la fuerza, y los hombres entendieron la necesidad de hacerse entender con claridad y de convencer a los demás para poder llevar adelante cualquier acción que involucre a la comunidad. Por eso, incluso en los asuntos bélicos, los hombres deliberan frente a sus conciudadanos antes de emprender cualquier tipo de acción. Este nuevo espíritu democrático se perfeccionó en Atenas, y en su ensayo Los Griegos, el profesor Kitto describió así este nuevo espíritu político:

"Para el ateniense, el autogobierno mediante la discusión, la autodisciplina, la responsabilidad personal, la participación directa en la vida de la pólis en todos sus aspectos eran cosas que constituían una exigencia vital."

En consecuencia, los griegos hicieron de la discusión un verdadero arte, y se sentían fascinados por los discursos bien armados y bien declamados. Era también una forma de destacarse en la política y de ganar notoriedad. Hablar era para ellos una acción, pues tenía consecuencias prácticas. Hacer política en el mundo antiguo era sinónimo de hablar y de convencer. Resulta curioso que, en la actualidad, no demos valor al hablar para hacer política. Para un griego, hubiese sido impensable que un ciudadano se destacase políticamente sin saber expresarse correctamente ante un auditorio. 

Esta falta de atención a la palabra revela algo más profundo sobre nuestro sistema político, a saber, que no tiene realmente importancia la participación popular en la toma de decisiones. Si no existe una verdadera voluntad de comunicarse con la ciudadanía, es porque se la considera innecesaria en la toma de decisiones. Esta situación recuerda más a la política del palacio micénico que a la democracia asamblearia de los griegos. 

sábado, 23 de diciembre de 2023

¿Qué es la justicia social?

La victoria de Javier Milei en los comicios electorales supuso un cambio de época en la Argentina. Muchos señalaron acertadamente que es la primera vez que un candidato alcanza la presidencia prometiendo ajuste fiscal, liberalización de la economía y venta de las empresas estatales. Sin embargo, a menos gente le llamó la atención otro tipo de declaraciones todavía más provocadora, a saber, que la justicia social es una aberración. Escuchemos este breve fragmento del discurso que pronunció luego de su victoria en las PASO:


Muchos economistas y políticos han hablado antes a favor del ajuste fiscal o en contra de la administración del comercio, pero jamás se había oído a ningún candidato criticar públicamente la justicia social. Pero aún más llamativa que estas declaraciones resulta la incapacidad de muchos dirigentes y militantes para responder a estas críticas que atacan el corazón de su doctrina. Este silencio es consecuencia de haberse leído muy poco a Perón y demasiado a Laclau, por lo que la militancia olvidó progresivamente las banderas de su lucha, y las consignas que antes despertaban pasiones, hoy son consignas vacías.

Evidentemente, el presidente Milei maneja una concepción equivocada de la justicia social como consecuencia de la corrupción del término a manos de la socialdemocracia argentina, que asimila la justicia social a la asistencia estatal a los excluidos del sistema capitalista: indigentes, desempleados y minorías de alguna clase. Por lo general, esta ayuda del Estado se presenta bajo la forma de bolsas de comida o planes sociales, aunque también puede presentarse de modos más simbólicos como documentos de identidad sin género o decoraciones de instalaciones gubernamentales. Esta imagen distorsionada de la justicia social se resume en la tan absurda y repetida frase de "Donde nace una necesidad, nace un derecho". 

Las declaraciones de Milei se originan de esta concepción socialdemócrata, y cuando sostiene que la justicia social es una aberración, lo hace por tres motivos interconectados. En primer lugar, "porque está precedida de un robo", esto es, de la recaudación de impuestos por el Estado. Desde la perspectiva anarcocapitalista del presidente, los impuestos son un crimen porque su recaudación no proviene del acto voluntario de los individuos, sino que se realiza por la fuerza como bien lo dice su nombre. En segundo lugar, "porque implica un trato desigual ante la ley", es decir que, al quitarles a unos para darles a otros, el Estado tiene mayores consideraciones hacia un sector de la población que hacia otro, cuando el trato debería ser igual para todos. En tercer lugar, "porque deteriora los valores morales", pues fomenta la improductividad de los sectores que reciben ayudas estatales y desincentiva el esfuerzo de los que sí trabajan. Por último, como expresó en otras ocasiones, el problema de la justicia social es su financiación, puesto que "las necesidades son infinitas; y los recursos, finitos".

Su argumentación es coherente. Sin embargo, ni la socialdemocracia ni el liberalismo entendieron jamás el significado de ese concepto tan caro al peronismo, y parece que tampoco lo comprenden gran parte de la dirigencia y la militancia. En esta entrada, me propongo esclarecer el verdadero significado para que podamos recuperar esta bandera histórica del movimiento peronista.

Para ello, debemos remontarnos brevemente a los orígenes. Cuando se produjo el golpe de Estado en 1943, el país se encontraba en una situación que recuerda a la actual en algunos puntos. Por el lado político, el país estaba gobernado desde hacía más de una década por una coalición de partidos antidemocráticos. Por el lado económico, había una industria local pujante nacida al calor de la II Guerra Mundial, pero con bajos salarios, malas condiciones laborales, abuso patronal y represión estatal. Por el lado sindical, dominaban las agrupaciones anarquista y comunista que agitaba a las masas trabajadores y fomentaba los enfrentamientos encarnizados con el Estado y la patronal.

En este contexto, un grupo de jóvenes coroneles, entre los que se encontraba Perón, vio que podría producirse en la Argentina una revolución similar a la rusa de continuar esta lucha de clases. En un discurso ante la Bolsa de Comercio de Buenos Aires pronunciado el 25 de agosto de 1944, Perón resumió así su visión justicialista:

"Hay una sola forma de resolver el problema de la agitación de las masas, y ella es la verdadera justicia social en la medida de todo aquello que sea posible a la riqueza de su país y a su propia economía, ya que el bienestar de las clases dirigentes y de las clases obreras está siempre en razón directa de la economía nacional. Ir más allá, es marchar hacia un cataclismo económico; quedarse muy acá, es marchar hacia un cataclismo social [...]". 

Perón observó una verdad evidente: el malestar en la clase obrera era el producto de la injusticia, de modo que el conflicto social llegaría a su fin cuando se alcanzase la justicia social. El pensamiento peronista, entonces, nace de la observación de que la sociedad está organizada de tal manera que fomenta la injusticia. Existen muchas clases de injusticias, y el peronismo se propone acaban con todas ellas para alcanzar la armonía social. Sin embargo, la revolución justicialista nació en respuesta a la que se produce en el ámbito laboral y se propuso como metas dignificar el trabajo y humanizar el capital, aunque en realidad son las dos caras de una misma moneda.

El justicialismo toma como punto de partida la sentencia bíblica de "Te ganarás el pan con el sudor de tu frente". En consecuencia, el trabajo no es una acción mecánica destinada a satisfacer una necesidad, sino que está investido de una dimensión moral. El hombre debe trabajar, y la existencia de los desempleados es la máxima injusticia. Este es el origen de aquella famosa máxima peronista que dice: "Gobernar es crear trabajo", cuya realización política es el pleno empleo. 

A través del trabajo, el hombre se realiza a sí mismo y también construye una comunidad, porque aporta un bien o un servicio útil para los demás y genera vínculos con los otros trabajadores. Por otro lado, quien no trabaja se degrada moralmente. Si no, basta con pensar en el obsceno despilfarro de los más ricos o en la criminalidad abyecta de los marginados. A lo cual se debe añadir la siguiente observación: quienes no trabajan viven necesariamente del trabajo ajeno, lo cual es absolutamente inmoral. Por este motivo, el enemigo histórico del peronismo ha sido la oligarquía terrateniente que vive de las rentas obtenidas por el arrendamiento de los campos, quedándose así con una parte significativa del trabajo del la población en su totalidad —porque el elevado precio de los alquileres se traslada al precio final de la góndola del supermercado que pagan los consumidores finales.

Pero no alcanza con que haya empleo para todos. Es necesario también que ese trabajo sea digno, lo cual implica un salario acorde con el esfuerzo realizado y al tiempo invertido —el peronismo no reniega del mérito como creen los liberales—, y bajo ningún concepto debe ser tan bajo que impida la subsistencia. Para garantizarlo, el peronismo creó el instrumento conocido como Salario Mínimo, Vital y Móvil, que estipula la remuneración mínima que cubre las necesidades básicas. Desde el Estado, se buscó garantizar la distribución de la riqueza, que no significó el aumento de la carga tributaria, sino la mayor participación de los trabajadores en los ingresos de las empresas. 

Este programa político siempre generó rechazo en las cámaras patronales, que ven al trabajador como una especie de intruso en los emprendimientos y como un costo más que debe reducirse al mínimo. Esta es una posición injusta que se origina de una concepción equivocada. El trabajador tiene derecho a participar de las ganancias porque nada se produce ni distribuye ni se comercializa sin su trabajo, ¿y cómo obtendría la patronal sus ganancias sin la colaboración de los trabajadores en el emprendimiento? Esta verdad se visibiliza cuando se produce un paro y las noticias remarcan las pérdidas millonarias que provoca en el sector. Para el peronismo, el capitalista y el trabajador son colaboradores, y entiende que ambos merecen su justa recompensa por el capital invertido y por el esfuerzo aplicado. 

Naturalmente, el justicialismo no se contentó con mejorar los salarios, sino que comprendió que el hombre debe trabajar en en ambiente  seguro y saludable. La jornada laboral, además, debe tener una duración aceptable y el trabajador debe disponer de un descanso apropiado que no solo le permita recuperar sus energías gastadas en el trabajo, sino también disponer de momentos de ocio para la realización personal. También comprendió que los trabajadores necesitaban de una cobertura de salud y de un sistema previsional que les permitiese disfrutar de su retiro del mundo laboral. 

Durante su gestión como Secretario de Trabajo, Perón se encargó de organizar racional y humanitariamente el trabajo a través de numerosos decretos y disposiciones, pues comprendió algo que no logran entender los liberales: que un trabajador sano y feliz es más productivo que un trabajador explotado y enojado. En última instancia, esta nueva organización laboral también beneficiaría al capital nacional, porque promovería un aumento generalizado de la producción. Oigamos hablar a Perón ante una concentración obrera realizada en Córdoba el 30 de mayo de 1944:

"Nuestra producción es totalmente desorganizada. Lo prueba el hecho de que hace 20 años éramos un país enormemente más potente económicamente que el Canadá y Australia y, en estos 20 años, esos dos países nos han aventajado en forma extraordinaria, debido solamente a que ellos han organizado su producción mientras nosotros seguimos en la absoluta anarquía."

La búsqueda de la justicia social también incluyó el acceso a la educación y a la vivienda, y a la protección de la familia. El pueblo trabajador necesitaba acceder a una educación superior que le permitiese aspirar a oficios y profesiones que estaban reservadas para las clases pudientes, así como también disponer de viviendas dignas que habitar con su familia.

La otra pata de este proceso revolucionario fue "la humanización" del capital, que consistió en poner la economía al servicio de los hombres y no los hombres al servicio de la economía. En consecuencia, el Estado tendría la misión de planificar la economía nacional con objetivos que respondan al bien común, sin fomentar la explotación patronal y respetando la propiedad privada de los medios de producción. En La Doctrina Peronista está bien delineada la función del Estado:

"Se nos imputa también que estamos haciendo economía dirigida. Algunos pueden tener sus razones para querer que se les beneficie con otro tipo de economía, pero lo que podemos afirmar es que no existe en el mundo un sólo país donde la economía sea libre; cuando no la dirige el Estado en beneficio de todos, la dirige los grupos capitalistas en beneficio propio."

Vemos, entonces, que la doctrina justicialista es perfectamente humanista y cristiana, pues reconoce que el hombre tiene una dimensión espiritual y que debe reconocérsele dignidad humana. Aquí radica la diferencia más profunda entre el justicialismo y las demás ideologías políticas que ven al hombre solo en su dimensión material. Al hacerlo, le niegan cualquier viso de espiritualidad y humanidad, y lo colocan a la misma altura que una máquina o herramienta que puede ser usada y descartada. El justicialismo, en cambio, tiene al hombre como centro de su pensamiento y su objetivo es devolverle esa dignidad que le es escamoteada: 


Para el pensamiento peronista, entonces, la justicia social es la bandera más importante de todas, porque representa el punto de llegada de todos los esfuerzos políticos. Nuestro movimiento busca terminar con todas las injusticias, pero comienza por aquellas que afectan a las mayorías. De allí su énfasis en la justicia en el mundo del trabajo, porque impacta sobre el conjunto de la población. Por eso decimos que la justicia social nada tiene que ver con la imagen distorsionada que transmite la socialdemocracia. El peronismo busca erradicar la injusticia en el sistema capitalista, mientras que la socialdemocracia coloca parches para evitar la desesperación en las minorías que son víctimas de la injusticia social. Nada tiene que ver con la recaudación de impuestos y la asistencia estatal, sino con la dignificación del hombre. Tampoco tiene que ver con la proclamación atolondrada de derechos. Es cierto que el peronismo los otorgó, pero no para satisfacer necesidades, sino para garantizar dignidades. Los únicos derechos que promulgó fueron los del trabajador, de la ancianidad, de la niñez, de la familia y de la cultura, que apuntan a legitimar la dignidad del hombre.

Para terminar de recuperar las banderas del peronismo, debemos comprender que sin soberanía política, no hay independencia económica, y sin independencia económica, no se puede alcanzar la justicia social. Esta última es la meta que se quiere alcanzar, y las otras dos son las condiciones previas que se necesitan para lograr el objetivo final. Pongamos de ejemplo la situación actual de nuestro país: rige la injusticia social porque no hay independencia económica. Las deudas contraídas por los gobiernos de Mauricio Macri y Alberto Fernández hace que el Estado no pueda poner la economía nacional al servicio del pueblo argentino, sino en beneficio de intereses foráneos.

En definitiva, la justicia social no supone un trato desigual ni una degradación de los valores morales. Por el contrario, significa darle a cada uno lo que merece, y fomenta los valores del esfuerzo y la disciplina. Incluso los detractores de Perón llegaron a reconocer la importancia de esta bandera, como Félix Luna en su Perón y su tiempo:

"Pero aunque el globo bajó, hubo un gran adelanto, una gran innovación debida al genio político de Perón. Fue la concepción de la justicia social como un valor integrado desde entonces y para siempre en la nómina de las creencias comunes del cuerpo social de los argentinos: la idea de que la comunidad nacional no puede funcionar sin una especial preocupación por el bienestar y la dignidad de los humildes. Era una importantísima incorporación conceptual."

jueves, 21 de diciembre de 2023

"Conocer a Perón" de Juan Manuel Abal Medina

 

Juan Manuel Abal Medina

Editorial Planeta

400 páginas

2023




En marzo de este año, la editorial Planeta publicó la tercera edición de Conocer a Perón: destierro y regreso de Juan Manuel Abal Medina. En este libro, el último secretario general del movimiento peronista relata sus recuerdos de una de las épocas más oscuras de nuestra historia tanto por sus trágicos acontecimientos como por su desconocimiento en la actualidad. En este sentido, sus memorias son enormemente bienvenidas porque permiten esclarecer algunas cuestiones de esta etapa para las generaciones actuales. En sus cuatrocientas páginas, se recrean los últimos años de vida de Juan Domingo Perón desde la perspectiva del autor, quien no fue un mero testigo de los hechos, sino un protagonista clave en el regreso del General desde el destierro y su posterior victoria en los comicios electorales.

El libro cuenta con tres breves prólogos —uno de Hernán Brienza, otro de Elena Castiñeira de Dios y el tercero del propio autor—, y al final posee un anexo con siete documentos citados en la obra. Entre ellos, encontramos la narración de Abal Medina estructurada en veintinueve capítulos, en los que relata los sucesos que vivenció entre 1970 y 1974. Los primeros tres capítulos, sin embargo, se utilizan a modo de presentación y se retrotraen a las dos décadas anteriores, en los que podemos conocer un poco de la familia y de la educación del autor. Así, descubrimos el gorilismo de sus padres, su paso por el Colegio Nacional de Buenos Aires y sus encuentros con grandes personalidades del mundo cultural de la época como Leopoldo Marechal y Arturo Jauretche. 

El más importante de estos es el tercero, que se centra en la figura de su querido hermano menor, Fernando Abal Medina. Allí describe la personalidad del joven fundador de Montoneros, explica cómo se creó la agrupación y narra el secuestro y asesinato de Aramburu. El autor se detiene en detalle sobre este suceso no solo porque involucró a un familiar íntimo, sino también porque marcó un antes y un despúes en la política argentina, prefigurando los años por venir. El accionar de Fernando y su posterior asesinato a manos de la policía marcó profundamente al autor y lo introdujo sin darse cuenta en la actividad política. 

Luego de este trágico episodio, nos encontramos con Abal Medina conversando con Perón en Madrid y asumiendo la dirección del movimiento peronista como secretario general. En los capítulos siguientes, el relato prosigue con las gestiones para el regreso del General, su arribo en 1972 y los acontecimientos que le siguieron, y finaliza con la muerte de Perón en 1974. A lo largo de estas páginas, el autor incorpora a su relato fuentes de la época y testimonios de otras personas que también protagonizaron los hechos narrados, enriqueciendo así la lectura y proporcionando mayor verosimilitud a su historia.

Son muchísimos los recuerdos que se plasman en estas páginas. En ellas, podemos ver a un Perón más humano y menos mítico, los delirios de López Rega y su influencia sobre el matrimonio Perón, el conflicto entre la juventud y el sindicalismo, las masacres de Trelew y Ezeiza, y las paranoias de Lanusse, entre otros. Quizás el más interesante de todos (y el que aparece con más recurrencia) sea la radicalización de la juventud, que tanto interés ha generado en este siglo. De la obra de Abal Medina, se pueden aclarar algunos puntos. En primer lugar, que muchos de los jóvenes de las agrupaciones guerrilleras provenían de familias de clases acomodadas con un pasado antiperonista. En segundo lugar, queda claro que la juventud revolucionaria no se referenciaba en Perón ni en su doctrina, sino en Fidel Castro y en las tesis del marxismo. 

Abal Medina, además, aprovecha la ocasión para desmentir algunos mitos que todavía se repiten por ignorancia o por malicia. Por un lado, indica que Perón no se sirvió de las agrupaciones juveniles a los fines de alcanzar la presidencia para luego descartarlas. Por el contrario, el autor explica que el General trató de encuadrarlas doctrinaria y partidariamente en el movimiento peronista hasta el día que falleció. Por otra parte, Abal Medina también niega que Perón haya creado la Triple A o haya tolerado su accionar. Finalmente, rechaza también la opinión de que la renuncia de Cámpora fue un hecho forzado o no premeditado de antemano. 

Sin embargo, hay un aspecto negativo digno de mención. Durante todo el relato, aparecen grandes personajes de la historia argentina con los que el autor interactúa de la manera más natural y casual del mundo, y en ningún momento explica cómo conoció a Perón, a Rucci, a Jauretche o a Marechal. También menciona muchos individuos famosos en su época, como Jorge Osinde o el "Chango" Funes, pero que hoy son mayormente desconocidos, lo cual hubiera ameritado alguna aclaración sobre sus identidades. De la misma manera, hay muchos procesos históricos significativos que son mencionados, y lamentablemente Abal Medina desaprovecha sus conocimientos de primera mano para ofrecer un análisis que no encontraríamos en los libros de Historia.

Pero, dejando de lado este aspecto, creo que el militante peronista y el interesado en esta etapa histórica encontrarán sumamente interesante la lectura. Por un lado, no se hallarán con la prosa estéril y tediosa del historiador, sino con una agradable y amena que motivan las ganas de leer. Por otro lado, el libro ofrece ciertas reflexiones sobre la sociedad y la política argentinas que siguen estando vigentes en la actualidad.  

miércoles, 13 de diciembre de 2023

El retrato de Ciro el Joven

En una entrada anterior, traduje y analicé el retrato de los generales del ejército griego que condujo Ciro contra su hermano. Allí, sostuve que, para Jenofonte, ninguno de los griegos estaba a la altura de Ciro. En el anteúltimo capítulo del primer libro, Jenofonte detiene la narración de la batalla de Cunaxa para describir las características del fallecido príncipe persa, a quien lo representa como el líder ideal. Ya desde su infancia, comenta el autor, se destacaba de los demás niños por su respeto y su afición por las actividades viriles (la caza y la guerra). Luego, en la adultez, siendo sátrapa, administraba con justicia y habilidad su territorio, y contaba además con un gran número de amigos y aliados que lo seguían voluntariamente a causa de su carisma personal. De este modo, Jenofonte pretende ofrecer al público un modelo de líder a imitar. 

La traducción del excurso que sigue me pertenece. Nuevamente, intenté reproducir lo más fielmente posible el estilo original del autor, incluso con sus repeticiones, ambiguedades y "desproligidades".


Jenofonte, "Anabasis", I. 9. 1-31:

Ciro, entonces, así murió, siendo el varón más regio y más digno de gobernar de entre los que nacieron después de Ciro el Viejo, como concuerdan todos los que supuestamente llegaron a conocerlo. Porque, en primer lugar, siendo todavía un niño, cuando era educado con su hermano y con los otros niños, era considerado el mejor de todos en todo. Pues todos los niños de los mejores persas eran educados en la corte del Rey. Allí se podía adquirir mucha moderación, y no es posible ver ni oír nada vergonzoso. Contemplan y oyen los niños tanto a los honrados por el rey como a los deshonrados. Así, siendo niños, aprenden correctamente a gobernar y a ser gobernados. Allí, en primer lugar, se decía que Ciro era el más respetuoso de sus compañeros —a los mayores obedecía más que los menores que él— y, en segundo lugar, el más aficionado a los caballos y que los trataba excelentemente. Lo consideraban también el más estudioso sobre los hechos de la guerra, del tiro con arco y del lanzamiento de jabalina, así como el más aplicado. Cuando alcanzó la madurez, también fue el más aficionado a la caza y el más temerario frente a las bestias. Habiéndose encontrado con un oso una vez, no se asustó, sino que, combatiéndolo, se cayó del caballo y sufrió heridas —de las que conservaba las cicatrices—, pero finalmente lo mató. Y al primero que lo ayudó hizo dichoso con muchas cosas.

Cuando fue enviado por su padre como sátrapa de Lidia, la Gran Frigia y Capadocia, y fue nombrado general de cuantos deben reunirse en la llanura de Castolo, en primer lugar demostró que él mismo tenía en gran estima, si acordaba una tregua o un acuerdo o si prometía algo a alguien, el no engañar. También confiaban en él las ciudades que le fueron encomendadas y confiaban los hombres. Y si alguno se volvía su enemigo, confiaba en que nada sufriría contra la tregua habiendo Ciro acordado una tregua. Precisamente por eso, cuando hizo la guerra a Tisafernes, todas las ciudades eligieron voluntariamente a Ciro en lugar de a Tisafernes, excepto los milesios. Estos, como no quería abandonar a los exiliados, le temían. Pues lo demostraba con hechos, y decía que jamás los abandonaría una vez que se hizo amigo de ellos, ya sea que disminuyesen en cantidad o estuviesen en peor situación. También era destacable que si alguien le quería hacer un bien o un mal, intentaba superarlo. Algunos dieron a conocer un ruego suyo: rogaba vivir el tiempo suficiente para devolvérselas con creces tanto a sus benefactores como a sus maltratadores. La mayoría, entonces, prefirió entregar las riquezas, las ciudades y los cuerpos a él como a uno de nosotros. Tampoco nadie podría decir que permitía que los malhechores y a los delincuentes zafasen, sino que castigaba de las maneras más terribles de todas. A veces, era posible ver al costado de los caminos transitados a hombres privados de pies, manos y ojos. De modo que, en el territorio de Ciro, tanto para un griego como para un bárbaro que no delinquiese, era posible transitar sin miedo por dónde quisiera llevando lo que quisiese. 

Por otro lado, todos concuerdan en que honraba especialmente a los valientes en la guerra: cuando hizo por primera vez la guerra contra los písidas y los misios, dirigiendo él mismo la expedición contra estos territorios, a los que veía con deseos de arrostrar peligros hacía gobernadores del territorio conquistado, y luego con otros regalos los honraba, de manera que los valientes parecían muy felices y los cobardes eran considerados dignos de ser subordinados de estos. Precisamente por ello, tenía gran abundancia de quienes deseaban arrostrar peligros en donde se creyese que Ciro lo notaría. Respecto a la justicia, si alguno se mostraba deseoso de destacarse, hacía todo lo posible por hacerlos más ricos que a los que ansiaban enriquecerse injustamente. En consecuencia, muchos asuntos diversos le manejaban con justicia y disponía de un ejército confiable, pues los generales y los comandantes, que navegaron a su encuentro por las riquezas, sabían que era más provechoso el obedecer bien a Ciro que la paga mensual. Pero, si alguno hacía bien algún servicio por él encomendado, a nadie dejaba nunca sin recompensar la diligencia. Por eso, se decía que Ciro tenía excelentes servidores en toda empresa. Y si llegaba a ver a alguno que era un admirable administrador con métodos justos, que equipaba el territorio que gobernaba y que generaba ingresos, jamás lo despojaba de nada, sino que siempre le concedía más. De modo que trabajaban con placer, obtenían ganancias con confianza y a lo que alguno había obtenido lo ocultaba lo menos posible de Ciro. Pues no se mostraba envidioso con los manifiestamente ricos, aunque procuraba servirse de las riquezas de quienes las ocultaban. 

Respecto a los amigos, a cuantos tuviese, a los que supiese que tenían buena predisposición y a los que juzgase capaces de ser colaboradores en lo que casualmente quisiese realizar, todos coinciden en que era excelente en atenderlos. Y por esto mismo, precisamente por lo que él se consideraba falto de amigos (para tener colaboradores), él también intentaba ser un colaborador excelente para sus amigos en lo que notase que cada uno quería. Creo que recibía muchísimos más regalos que cualquier hombre por muchos motivos. Más que nadie los distribuía especialmente entre los amigos, considerando el carácter de cada uno y de lo que viese que carecía especialmente cada uno. Y cuantas cosas le mandaban para el cuerpo o para la guerra o para adornarse, decían sobre estas cosas que él contaba que a su propio cuerpo no podría adornar con todo esto y que consideraba a los amigos bellamente engalanados como el mejor adorno para un hombre. Y que superase a los amigos haciéndoles grandes beneficios, no es sorprendente, dado que era muy poderoso. Pero que fuese superior en el interés por los amigos y el deseo de favorecerlos, esto a mí me parece que es más admirable. Ciro les mandaba muchas veces jarras de vino medio llenas cuando lo recibía muy dulce, diciendo que hacía mucho tiempo que no se encontraba con un vino tan dulce: "Por eso te lo mandó y te pide que hoy lo bebas todo con quienes más quieras". Muchas veces mandaba gansos a medio comer, mitades de panes y otras cosas por el estilo, ordenando decir al que los llevaba: "Estas cosas le gustaron a Ciro. Desea, entonces, que tú también las pruebes". Donde el forraje fuese muy escaso, él mismo podía proveerlo por tener muchos servidores y porque se preocupaba, y al hacerlo ordenaba a sus amigos arrojarlo a los caballos que ellos mismos cabalgaban, de modo que no pasasen hambre cuando llevasen a sus amigos. Y cuando viajaba, si muchos querían verlo, mandaba a llamar a sus amigos y hablaba de asuntos importantes para que fuese evidente a quiénes valoraba. 

Por lo tanto, yo creo —al menos a partir de las cosas que escucho— que nadie ha sido querido por mayor cantidad de personas, tanto griegos como bárbaros. Y esto también es prueba de ello: siendo Ciro un súbdito, nadie lo abandonó por el Rey, excepto Orontas, quien lo intentó. Y este, en efecto, al que creía que le era fiel, rápidamente descubría que era más amigo de Ciro que de él mismo. Muchos abandonaron al Rey por Ciro cuando se enemistaron entre ellos, y estos —los que eran especialmente queridos por aquél— consideraban que con Ciro, si eran valientes, conseguirían honores más valiosos que con el Rey. Lo sucedido al final de su vida, además, es una gran prueba de que también él era valiente y que podía distinguir correctamente a los fieles, benévolos y firmes. Porque habiendo muerto este, todos los amigos y compañeros de mesa que lo rodeaban murieron combatiendo por Ciro, excepto Arieo. Este se encontraba formado sobre el ala izquierda comandando a la caballería. Como notó que Ciro estaba muerto, huyó con todo el ejército que conducía. 

martes, 5 de diciembre de 2023

Los generales de los mercenarios griegos

En la última sección del libro II de la Anábasis, Jenofonte describe a los generales del ejército griego que fueron capturados por Artajerjes mediante un engaño y posteriormente ejecutados. Son cinco los nombres: Clearco, Próxeno, Menón, Agias y Sócrates. A los últimos dos, Jenofonte apenas les dedica unas palabras, pues considera que no se destacan en nada. En cambio, es minucioso en la descripción de los primeros tres, puesto que poseen características significativas en relación con el arte de la guerra que tanto interesa al autor, por lo que realiza una detallada descripción del carácter de cada uno, subrayando tanto virtudes como defectos. 

En primer lugar, presenta al espartano Clearco y destaca positivamente su "amor por la guerra" (φιλοπόλεμος) y su capacidad de conducción. Sin embargo, observa en él algunas falencias. Por un lado, carecía de atractivo para sus soldados, pues tenía un mal carácter y una apariencia desagradable. Por otra parte, dice que imponía la disciplina mediante castigos y una gran severidad, de modo que no era querido por nadie ni tenía amigos (una tara significativa para la sociedad griega). En segundo lugar, presenta al beocio Próxeno, amigo personal de Jenofonte y discípulo del sofista Gorgias. Señala que era un hombre ansioso y ambicioso, aunque con un fuerte sentido de la moral. A diferencia de Clearco, este sí poseía un carácter agradable, pero no tenía la firmeza de ánimo necesaria para imponer la disciplina en sus subordinados. Esto generaba divisiones en la tropa, pues los "buenos" lo seguían y los "malos" boicoteaban su liderazgo. En tercer lugar, se nos presenta el tesalio Menón, el mismo del diálogo platónico, aunque Jenofonte proporciona una imagen diametralmente distinta a la de su coterráneo respecto de este hombre. Para el autor, Menón no poseía ninguna virtud, solo defectos. La inmoralidad de este general está marcada por la subversión de los valores más importantes de la sociedad griega, entre las que Jenofonte destaca el desprecio y el maltrato hacia los amigos. Menón, en este sentido, es la imagen invertida del general ideal, dado que su ambición no está restringida por ningún sentimiento moral como en el caso de Próxeno, pero sí logra hacerse obedecer por sus subalternos, no mediante la fuerza como Clearco, sino por la complicidad en las injusticias. 

Jenofonte, entonces, enseña mediante estos tres casos las características que definen a un buen general: la capacidad de mando, un buen carácter y un fuerte sentido de la moral. Clearco solo posee lo primero; Próxeno, lo segundo y tercero; y Menón, ninguno. Curiosamente, para Jenofonte, no es un griego el que contiene estos tres rasgos, sino el bárbaro Ciro, a quien presenta en el libro I de su Anábasis como el comandante perfecto.

La traducción que sigue me pertenece, y en ella traté de reproducir la simpleza de la prosa de Jenofonte, con sus repeticiones de palabras, las alternancias en los tiempos verbales y una sintaxis "descuidada".


Jenofonte, "Anabasis", II. 6. 1-30:

Los generales, habiendo sido así capturados, fueron conducidos ante el Rey y murieron decapitados. Uno de ellos, Clearco, de manera unánime según todos los que lo conocieron personalmente, llegó a tener fama de hombre diestro y sumamente aficionado a la guerra. Porque, en efecto, mientras hubo guerra entre los lacedemonios y los atenienses, se quedó, y cuando se produjo la paz, luego de haber convencido a su propia ciudad de que los tracios cometían injusticias contra los helenos y de haberse ganado como pudo la aprobación de los éforos, se hizo a la mar para guerrear contra los tracios del norte del Quersoneso y Perinto. Pero cuando los éforos, habiendo cambiado de algún modo de parecer estando él ya fuera, intentaron que regresara del Istmo, entonces ya no los obedece, sino que partió navegando hacia el Helesponto. Por esto, fue condenado a morir como rebelde por los magistrados en Esparta. Siendo ya un exiliado, se dirige a Ciro —y con qué clase de discursos convenció a Ciro, en otra parte está escrito—, y le entrega Ciro diez mil daricos. Habiéndolos tomado, no se entregó a la ociosidad, sino que, habiendo reunido un ejército con estas riquezas, guerreó contra los tracios, los venció en combate y, desde entonces, los saqueó y continuó guerreando hasta que Ciro tuvo necesidad del ejército. Entonces, se marchó para guerrear nuevamente con aquél. 

Estas cosas, en efecto, me parece que son las obras de un hombre aficionado a la guerra, que pudiendo tener paz sin deshonra ni perjuicio, elige hacer la guerra; que pudiendo estar ocioso, desea fatigarse en hacer la guerra; que pudiendo tener riquezas sin peligros, elige reducirlas haciendo la guerra. Como si de jovencitos o cualquier otro placer se tratara, este elegía gastar en la guerra. Tan aficionado a la guerra era. Diestro en la guerra, además, parecía ser en este sentido: era aficionado al peligro, cargando de noche y de día contra los enemigos, y en el peligro era lúcido, como reconocían unánimemente todos los que estaban a su lado. También se decía que tenía aptitudes para el mando, en la medida en que era posible según la clase de carácter que aquél tenía. Pues era también capaz como cualquier otro de pensar de qué modo tendría su ejército las provisiones y proveerlas, y también era capaz de hacer que los que estaban a su lado fuesen obedientes a Clearco. Lograba esto por ser severo, pues era temible de ver y tenía la voz áspera, castigaba con violencia y con ira a veces, al punto que a veces se arrepentía. Pero castigaba con un motivo, pues creía que un ejército indisciplinado no era útil, y también se contaba que decía que el soldado debería temer más al general que a los enemigos si se espera que haga las guardias o evite saquear a los aliados o marche sin peros contra los enemigos. En el peligro, entonces, elegían escucharlo con ahínco y a ningún otro elegían los soldados, pues entonces el semblante horrible decían que se mostraba radiante entre los otros semblantes y la severidad parecía desaparecer ante los enemigos, de modo que parecía salvación, no ya severidad. Pero cuando estaban fuera de peligro y era posible marcharse para ser guiados por otro, muchos lo abandonaban, pues no era agradable, sino que siempre era severo y cruel, de modo que estaban predispuestos los soldados hacia él como niños hacia un maestro. Por eso, jamás tuvo seguidores por amistad ni buena predisposición. A los que estuviesen a su mando obligados por una ciudad o por la pobreza o por alguna otra necesidad, trataba duramente como subordinados. Pero cuando empezaron a vencer con él a los enemigos, ya eran importantes las acciones que hacían útiles a los soldados que lo acompañaban, pues se mantenían valerosamente ante los enemigos y el temor de ser castigados por aquél los mantenía bien disciplinados. Tal clase de jefe era, y se decía no le gusta mucho ser conducido por otro. Tenía, cuando murió, alrededor de  cincuenta años. 

Próxeno de Beocia, desde que era joven, deseaba convertirse en un hombre capaz de hacer cosas grandiosas, y a causa de este deseo, le pagó a Gorgias de Leontinos. Luego de relacionarse con este, y creyendo que ya era capaz de liderar y, como era amigo de gente importante, de no ser menos haciendo beneficios, creía que obtendría con estas cosas un gran renombre, un gran poder y muchas riquezas. Aún deseando tales cosas, tenía completamente en claro también esto: nada de estas cosas querría obtener injustamente, sino que consideraba necesario conseguirlas de manera justa y honorable, pero sin estas, no. Era capaz de liderar a los mejores, pero era incapaz no solo de provocar respeto o temor en sus propios soldados, sino que también se avergonzaba más ante los soldados que los subordinados ante este. Además, era evidente que temía más hacerse odioso para los soldados que los soldados desobedecerlo. Creía que bastaba para ser y parecer un líder diestro el celebrar a los que obraban bien y el no celebrar a los que obraban mal. Por ello, los mejores de sus compañeros eran amigables con él, pero los malos complotaban al considerarlo manipulable. Cuando murió, tenía como treinta años. 

Menón de Tesalia claramente deseaba enriquecerse enormemente, deseaba mandar para obtener más, deseaba ser honrado para ganar más. Quería ser amigo de los más poderosos para no ser castigado al cometer injusticias. Para obtener las cosas que deseaba, consideraba que el camino más corto era mediante el perjurio, la mentira y el engaño, y que la sencillez y la honestidad era lo mismo que la estupidez. Era evidente que no quería nadie, y del que decía ser amigo, contra este resultaba claro que conspiraba. De ningún enemigo se reía, y siempre hablaba como burlándose con todos sus compañeros. Tampoco conspiraba contra las posesiones de sus enemigos, pues consideraba que era difícil tomar las cosas de los que están en guardia, pero a las de los amigos, solo él creía saber que era muy fácil tomarlas al no estar vigiladas. Y temía a cuantos percibía que era perjuros e injustos, creyendo que estaban bien armados, y se esforzaba por tratar a los piadosos y a los que ejercitan la honestidad como si no fueran hombres. Así como uno se enorgullece de la piedad, la honestidad y la justicia, de tal modo Menón se enorgullecía de poder engañar, de forjar una mentira, de burlarse de los amigos. Al que no fuese un maleante siempre consideraba que era un ignorante. Y de quienes intentaba ser el mejor amigo, creía debía lograrlo calumniando a los mejores amigos de estos. Se las ingeniaba para conseguir soldados obedientes mediante la complicidad en las fechorías. Se consideraba digno de ser honrado y de ser atendido, alardeando de que podría y estaría dispuesto a realizar muchísimas fechorías. Contaba como un favor, cuando alguien lo abandonaba, que no lo destruyó habiendo interactuado con él. Sobre su vida privada es posible equivocarse, pero lo que todos saben es esto: siendo todavía joven, logró que Aristipo lo nombrase general de los mercenarios, fue muy amigo en su juventud del bárbaro Arieo, pues se complacía con bellos jovencitos, y él mismo tenía, siendo imberbe, un amante barbudo, Taripas. Cuando fueron ejecutados los generales que marcharon contra el rey con Ciro, y aunque hizo lo mismo, no murió. Después de la muerte de los otros generales, fue ejecutado, no decapitado como Clearco y los otros generales —lo cual parece ser la muerte más rápida—, sino que se dice que halló su fin viviendo torturado durante un año como un malvado. 

Agias de Arcadia y Sócrates de Acaya también fueron ejecutados. De estos, nadie se burló como cobardes en la guerra ni los censuró en cuestiones de amistad. Tenían ambos alrededor de treinta y cinco años de edad.